Transcripción del capítulo del mismo nombre del libro “Rincones de Guipúzcoa” (Ed. Txertoa - Donostia, 1977, pp. 72-78), de Luis Pedro PEÑA SANTIAGO.
Dicho capítulo es copia casi literal del artículo publicado con el mismo título y del mismo autor en el periódico “El Diario Vasco” del día 30 de mayo de 1976, en la sección “Rincones de Guipúzcoa”.
Por Luis Pedro PEÑA SANTIAGO
No hace todavía mucho tiempo con motivo de un viaje a los países nórdicos, tuve la oportunidad de marchar en el tren que lleva desde Oslo hasta la ciudad de Bergen, en la costa atlántica. En ese ir, con independencia de conocer la interesante población de los fiordos noruegos, estaba por encima de todo el contemplar el recorrido del ferrocarril, el audaz trazado de las docenas de túneles y de puentes que flanqueaban abismos y cruzaban valles enteros a través de las montañas de Skarvet y Hallindalen.
Y fue en esas largas horas de soledad, en ese viajar en solitario a través de los nevados macizos noruegos, cuando aquella joya de la ingeniería moderna trajo a mi memoria el recuerdo de otro tren plagado de túneles y puentes escondidos entre verdes montañas, y ya perdido años atrás en el cajón sin fondo de los recuerdos: el ferrocarril del Plazaola.
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El valle del Leizarán es una de las últimas áreas libres que quedan en esta Guipúzcoa nuestra. Hermoso, solitario, encerrado entre montañas como Baztarla, como Urepel, como los profundos espolones de Mandoegui. Encerrado por los cordales que arrancan de Ipuliño, de San Lorenzo Larre, de Urdelar. Encajonado entre espesos bosques de pinos, de hayas, de robles, de castaños. Rotundamente salvaje en sus constantes meandros y en su cerrarse entre rojizos muros de roca casi verticales para correr luego en busca de las redondeadas colinas de Olloki, ese valle, digo, constituye aún una de las contadas oportunidades que tenemos los guipuzcoanos para disfrutar de la naturaleza en toda su plenitud. Allí el sol todavía es sol. Y la niebla, niebla. Y la lluvia, lluvia. Y la tormenta, tormenta.
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Podríamos decir que el Leizarán guipuzcoano se inicia en el puerto de Urto, junto a la antigua casa de Miqueletes. En números redondos son veintidós kilómetros los que separan este paraje de la villa de Andoain, lugar en el que el río Leizarán se une al contaminado Oria junto a la ermita de Santa Cruz.
Para muchas gentes de nuestra provincia el nombre de Leizarán irá siempre unido al del tren del Plazaola. Cuántas mañanas de domingo, temprano, muy temprano, no nos habremos encaminado los que vivíamos en San Sebastián hacia la estación de Amara para montar en el famoso «tren txikia». Una vez en él nos dejábamos llevar hasta Lecumberri para encaminarnos hacia la sierra de Aralar, o nos apeábamos en distintos parajes del sinuoso recorrido para marchar en busca de los portillos de Abade-kurutz, de Errekalko o de Antxista. Finalmente, vaya un recuerdo sentimental hacia esas modestas estaciones, a esos chiquitos apeaderos de Olloki, de Ameraun, de Plazaola, plataformas perdidas en uno de los parajes más atormentados de nuestra montaña, y puntos de arranque de las más diversas salidas, allí donde toda la soledad era nuestra a través de aquellas sendas justamente marcadas en el filo de los cuchillares. Sendas viejas de siglos, mordidas de espino de flor blanca y argoma amarilla. Sendas de majada de pastor, de txondorra de carbonero solitario, de contrabandista duro como las rocas de Bertxin y veloz como las aguas del mismo Leizarán. Senderos de Unamene, de Leuneta, de Zabu. Senderos hacia San Antón-Zar, hacia Altzadi, hacia el siempre inolvidable paso de Bidegorrieta. Tantas madrugadas en cualquier época del año en compañía de mi padre en busca de los cromlechs perdidos en los collados de las lenguas de tierra que unas veces se inclinan por el Urumea y otras por el Leizarán.
¿Y luego? ¡Ah, luego! Lo inesperado. El regreso. El regreso en el tren de Plazaola al atardecer. Allí bajábamos, con el vagón trepidando y a una velocidad del demonio, en la que túneles y puentes, puentes y túneles, se sucedían sin dejar respiro después de haber pagado doble un billete por no tener plaza de las de ir sentado. ¡Aquello sí que era apasionante! Primero la emoción de tener o no tener billetes, y luego el bamboleo de derecha a izquierda, y de izquierda a derecha, entre el chocar de esquíes, tintineo de cantimploras, y quejido de mochilas cuadradas y anchas, cansadas de las apreturas de los portamaletas.
La salida del largo túnel de Huici cayendo sobre el valle de Leiza llegaba a veces a estremecer, y no se sabía si el tren iba a continuar por la vía o iba a despegar raudo y seguro por los aires extendiendo sus alas cual Pegaso, el bello caballo alado de la mitología. Pero pese a todas esas sensaciones, nada era comparable a la centella humeante de aquella locomotora de vapor, que arrastraba sus dos o tres vagoncitos por las estrechas rectas que separan Olloki de Bertxin, y cuya pirueta final llegaba al tomar, cual montaña rusa, la cerrada curva que bajo la roca conocida por Sorginbide abría el paso hacia las tierras de Presa-buru, y las más amables colinas de San Esteban de Goiburu.
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¿Historias del Plazaola? Todas. Desde las que había que bajarse para que el tren pudiera superar algún tramo del recorrido, hasta las paradas junto a estratégicos depósitos para coger agua. Desde el llegar renqueante al lado de montones de carbón, hasta todos los pasajeros agarrados a los frenos de los vagones para detener aquel bólido de vía de un metro. Desde las monjitas rezando, hasta el encuentro del escultor Beobide con la mujer a la que luego inmortalizaría en sus famosas Andra Mari. Desde los carboneros que nada más pasar el tren montaban en sus pequeñas plataformas de cuatro ruedas, y cargados de leña, sin más freno que un tronco, se lanzaban vía abajo en busca del lejano Andoain, hasta las caminatas tras el tren perdido.
El Plazaola se fundó como tren minero, pero a nivel popular, un tanto <i>kaletarra</i> si se quiere, su fama y su leyenda se fue forjando en mil peripecias, y ya nunca se sabrá donde termina la fantasía y donde comienza la realidad. Quizá, con el tiempo, ambas se hayan confundido y ni nosotros mismos seamos ya capaces de deslindar la una de la otra. Es posible que en el fondo tampoco queramos hacerlo. Es posible que en el fondo no queramos renunciar a nuestro pequeño mundo de aventura y de libertad que lentamente va quedando atrás tristemente inexorable.
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Nos narra Serapio Múgica que el tren de Plazaola se inauguró en Huici, lugar donde se encontraron los trenes que conducían a las autoridades e invitados de Pamplona y de San Sebastián. Este ferrocarril fue construido por la «Sociedad Minera Guipuzcoana». El ingeniero autor del trazado y director de los trabajos fue don Manuel Alonso de Zabala. Arrancaba el trenillo de San Sebastián, separándole de la estación de Plazaola treinta y siete kilómetros, mientras que el recorrido Andoain-Plazaola se establecía en 21 kilómetros y 500 metros. Las minas próximas a Plazaola fueron la razón básica de su construcción, sin embargo en el mismo río existían también importantes saltos de agua, numerosos molinos, y electras prestigiosas como la de Bertxin. Pero ya de antiguo, remontándonos en nuestra historia, ferrerías tan famosas como las del mismo lugar de Plazaola, Ameraun, Olloki y Olazar, entre otras, dieron vida a este estrecho valle.
Así el mismo Múgica, al hablarnos de las explotaciones de Berástegui nos dice: «... esta mina, el año 1907, produjo 8.578 toneladas de carbonato calcinado... trabajan 75 hombres, 48 en el interior y 27 en el exterior... por debajo de los hornos pasa el ferrocarril del Leizarán, en cuyos vagones se cargan directamente los minerales calcinados que son conducidos a la estación de Andoain...».
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Las minas parece ser que se agostaron tiempos atrás, pero también influiría en la baja de su explotación el final de la Gran Guerra (1914-1918) y la evolución consiguiente del valor estratégico de la materia prima extraída de esas montañas. El mismo trenillo, años más tarde, no pudo resistir la competencia de los autobuses. Un día murió. Un día retiraron sus vías. Otro día las traviesas. Levantaron y se llevaron cuanto de valor y aprovechable podía haber. Los barrancos enmudecieron para siempre.
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En un viaje sentimental, a pie, partiendo del puerto de Urto, hemos recorrido la distancia que separa este paraje mugante de Navarra hasta Andoain (22 km.). Sin prisa, disfrutando de ese paisaje que el valle del Leizarán ponía ante nuestros ojos, hemos vuelto a contemplar los espesos bosques de Altzadi, el ancho caserón calizo de Plazaola, las vertientes ásperas de Ipuliño, y hemos caminado entre alisos y entre matas de robles.
Nuestros han sido los treinta túneles que separan Plazaola de Andoain, y los diecisiete puentes que pasan y repasan río y afluentes. Nuestras han sido las fuentes que brotaban de la peña y a la sombra de los castaños. Nuestro el canto de los pájaros, los olvidados acueductos de siete ojos, y la cumbre desafiante de Mandoegui asomando entre varas tersas de avellano. Nuestros han sido los remansos de los río, los barrancos, los desfiladeros, las txabolas ruinosas, las colmenas abrigadas en viejos baúles, y las leyendas de las furiosas serpientes de Basabeko. Por unas horas fueron nuestras las ruinas de la estación de Olloki, y las oscuras vaguadas que se internan en Urdelar. Nuestras fueron las tierras de labor de Karponea, de Biskay, y los peñascos añilados que se desgajaban de la cumbre de Argarate. Nuestros los campos agrestes de Ondolar, y el recuerdo del sacerdote que murió en el monte cuando marchaba llamado a un caserío. Fueron exactamente cinco horas de marcha. El sol corría hacia el oeste jugando a esconderse entre las hayas. Una guipúzcoa inédita, casi insospechada, había quedado atrás tal vez para siempre...
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